Este blog de hoy lo dedico a ese tema tan controvertido que el Partido Popular se ha empeñado en politizar pidiendo la reprobación del actual ministro de Asuntos Exteriores, el señor Moratinos, por el despilfarro que supuso la inversión en realizar una obra de arte en la cúpula de la sede de Naciones Unidas en Ginebra. No voy a entrar a indagar en los oportunismos de quienes se pasan la vida criticando los actos del gobierno porque precisamente no comulga del todo con su forma de pensar, sino en la pregunta que continuamente me hace la gente, pues no entienden la exagerada relevancia de ese pintor español nuestro. Bueno, quienes ignoran la comprensión de tales avatares les suceden dos cosas: o no tienen memoria histórica o tienen graves desconocimientos básicos de los requisitos culturales de toda civilización. He puesto en el encabezado la alusión burlesca de una de estas personas que creen que la sabiduría está en la senda del no dudar, llamando a la cúpula de Barceló, Capilla Chiclina. La alusión es de mal gusto de quien considera tal obra de mal gusto.
Indaguemos este punto, la historia del arte siempre ha constituido en nuestro mundo occidental una sabia dialéctica entre modas de buen y de mal gusto. Umberto Eco publicó recientemente dos libros, contraponiendo el uno con el otro como si fueran imágenes especulares de una afirmación y una negación, sin alcanzar la sugestiva ironía dialéctica que enfrentaba los contrarios con una síntesis basada en el desafío al libre albedrío del lector que tan bien hizo el escritor argentino Julio Cortázar en su genial novela Rayuela. Estos dos libros se titulan respectivamente: "Historia de la belleza" y "Historia de la fealdad". A mí personalmente la obra pictórica de Barceló me parece maravillosa. Me encanta esa forma de retar a los valores plásticos delimitados en un marco y en una superficie lisa hasta alcanzar unos sinapismos escultóricos que rompen contra toda norma que nuestra percepción nos ha sabido imponer a la hora de contemplar cualquier obra de arte. Personalmente, sus grabados no me gustan, así como sus apuntes, que son auténticos churros de manualidades. Me horrorizan sus cerámicas, ese afán de presentar ánforas rotas y alabeadas como resucitando la sugerencia de Salvador Dalí de hacer duros los objetos blandos y blandos los duros, me parece impresentable. A mi entender, el mejor Barceló es cuando hace abstracciones con esos sinapismos tan suyos. Eso que llaman los vulgos, gotelé o esencia de chicle.
Por tanto, considerar su obra de buen o mal gusto es como sucede con toda obra, una cuestión subjetiva. Y ahora paso a responder esa pregunta que tanto me hacen; "¿Es tan bueno que se merece que sólo se hable de él?" No puedo responder a esa pregunta con concisión, hay muchas cosas de la vida que no se pueden explicar, con el arte sucede lo mismo. Se ha hablado mucho en Estados Unidos de George Condo, en Sudamérica de Fernando Botero, en la Europa anglosajona de Anish Kapoor, en Alemania de Anselm Kiefer o en Australia de Peter Callas, así como ha habido una clara línea sucesoria a través del tiempo, dentro de lo que Charles Simonds llamó jocosamente "cultura espiral". Pero de todo eso es de deducir un factor que me llama la atención y parece encontrarse en esas fuerzas telúricas, que al igual que sucede con las olas del mar, hace generar cierto perpetuo movimiento de cambios de gustos y de modas. Tales fuerzas significan conpiscuamente la alternancia entre acción y reflexión siempre que no signifiquen contraposición entre ambas. En nuestra más acendrada modernidad, las fuerzas actoras serían las que se hallan en el escenario a la vista de todos: los artistas, de cualquier clase y modalidad. Las fuerzas reflexivas corresponden a los historiadores cuando la mirada tiende hacia las consecuencias futuras del acto presente y a los críticos quienes prefieren mirar el producto artístico con los bretes de sus experiencias pasadas, para establecer las coordenadas que exigen los aturdidos espectadores.
Durante las distintas épocas desde que Kant demostró que la cuestión de la valoración del gusto nunca podía constituirse como fenómeno externo de la conciencia, parece que se han sucedido esos vaivenes en los que una fuerza aparentemente se imponía a la otra. Digo parece porque en realidad anteriormente las fuerzas estaban coercitivamente reprimidas por la preponderancia de la Razón, sea divina o pagana, aún cuando el arte era antes una cuestión artesanal que trascendental. Pero la vista en perspectiva del tiempo presenta unas valoraciones obviamente distintas que las que vivieron en su momento. Ha habido una importante línea de críticos que alzaban con su voz influyente repercutiendo en la época según como nos muestran los historiadores de arte. Diderot fue el crítico del Neoclasicismo tardío; Emile Zola del impresionismo así como el inglés Roger Fry lo sería del postimpresionismo con todas sus sensibilidades derivadas; Kahnweiler, del cubismo; André Breton, del Surrealismo; el americano Clement Greenberg, del expresionismo abstracto y del arte pop para finalmente considerarse a Arthur Danto como el admonitor del Minimal Art a la vez que se apunta a George Dickie por un lado, al alemán Gunther Anders por el suyo y al ruso Boris Groys por el otro en el momento actual de incertidumbre teórica.
Con esto pretendo ilustrar que si bien no hace mucho tiempo, -cuando yo estaba terminando mi carrera cayó en mis manos un interesantísimo artículo del pintor Luis Gordillo cuyo título no recuerdo bien, en el que hablaba de la época del momento como una hermosa época para pintar porque el campo del arte estaba tan desorientado que se podía permitir hacer cualquier cosa y tener sus buenas posibilidades de éxito para exponer-, triunfaban en Inglaterra un derivado Neo-pop; en Alemania, el Neoexpresionismo; en Italia, la Transvanguardia y en los países del Este, el Realismo socialista, así como el Realismo capitalista en el resto de Europa con exclusión de los países mediterráneos. Y la voz autorizada de Danto resonaba por los cuatro costados. Pero luego esa voz crítica perdió su plausibilidad, tal vez por no haber sabido defender los criterios del minimalismo europeo patentado por Joseph Beuys y se produjo la eclosión artística que capitalizaría en dos fenómenos que sustituirían con sus potentes faros a las voces de los críticos: en Europa se ha elegido como voz cantante a Miquel Barceló, por sintetizar en sus primeras obras las dos principales sensibilidades europeas en una síntesis muy personal: el Neoexpresionismo y la Transvanguardia y en Estados Unidos a George Condo, quien iría más allá en sus atrevidas indagaciones sobre el surrealismo gestual del Expresionismo Abstracto.
De este modo, alcanzaron la fama mundial ambos artistas, uno metiendo más ruido que un elefante en una cacharrería y el otro con total discreción e incluso hasta de forma ajena a su voluntad.
Como pintor personalmente, estoy encantado con la idea de que la crítica necesite un revisionismo con el que se tenga que liberar de las impurezas teóricas de las que se ha ido impregnando con el tiempo. Pero por otra parte, me decepciona saber que tanto la clase política española como el mundo de los críticos, esos mismos que tan mal se llevan con el gran artista mallorquín, no están haciendo ningún esfuerzo por hacer que el público dirija sus ojos a los magníficos artistas españoles que hay ahora mismo. Mencionaré unos cuantos: Juan Uslé, García Sevilla, Perejaume, Fernando Bellver, Susana Solano, José M. Broto, Chema Cobo, Cristina Iglesias ... Me he puesto a pensar qué tal quedaría una cúpula con cualquiera de estas firmas, aunque no se cuente con un Barceló.
Entonces, se podría soñar con este tópico universalizante de incluir a un español en ese tan conocido chiste sobre el mejor de los mundos: junto a un cocinero francés, a un policía inglés, a un amante italiano, ... ¡¡no estaría de más un pintor español!!